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lunes, 2 de febrero de 2015

Vodka, de un trago y helado

El presidente ruso, Vladimir Putin, anunció recientemente el descenso del precio mínimo de la bebida nacional. Este licor, ligado desde la época de Pedro I el Grande a la historia del país, ha vivido épocas de prohibición y limitaciones en su consumo.
La afición al vodka ha sido históricamente uno de los rasgos del carácter nacional ruso. Su reputada literatura contiene innumerables ejemplos de ello. Una reunión familiar o de amigos es impensable sin vodka, cuyos efectos ayudan a soltar la lengua y a confraternizar mejor.
A diferencia del vino, la bebida rusa no se puede saborear. Hay que tomarla de golpe y helada, que es como entra mejor. Se toma comiendo ahumados, ensaladilla rusa, arenques o embutido, aunque sirve para acompañar cualquier plato. El trago de vodka se da sólo cuando algún comensal propone un brindis.
A la décima copa nadie diría que de los participantes en el banquete cada uno lleva en su estómago más de medio litro del preciado aguardiente. Todos se comportan con normalidad. Han intercalado la bebida con los pinchos que ofrece la mesa y eso les hace soportar bien la ingesta.
Pero los efectos llegan algo más tarde y lo hacen de golpe. Unos segundos atrás todo se veía nítidamente y la conversación fluía sin dificultad. De repente y sin previo aviso, las imágenes aparecen borrosas y cuesta articular palabra. Si se continúa bebiendo en exceso, lo normal es despertarse en la cama o en el suelo sin recordar nada de lo que ha sucedido.
La propensión de los rusos al alcohol de alta graduación se debe, no al frío como suele argumentarse, sino al zar Pedro I el Grande. El soberano ruso castigaba la impuntualidad obligando a sus súbditos a beber 10 litros de vodka sin parar. Los que sobrevivían solían convertirse en alcohólicos, si es que antes no lo eran.
A Pedro I se le debe también el gesto que hacen los rusos cuando invitan a tomar unas copas o quieren indicar que alguien está ebrio. Consiste en golpear dos o tres veces el cuello con la uña del dedo índice.
Un campesino de apellido Telushkin fue el único que se atrevió a encaramarse a lo alto de la aguja de la torre de la Catedral de San Pedro y San Pablo, en San Petersburgo, para enderezar la figura metálica del ángel que corona la cúspide. El viento lo había torcido. Como premio, el zar le concedió el privilegio de beber vodka gratis toda la vida.
A Telushkin le fue tatuado el escudo real en el cuello y lo único que tenía que hacer para embriagarse era mostrarlo en la taberna más próxima. Todos los establecimientos del país estaban obligados a servirle al campesino todo el vodka que pidiese sin cobrarle nada.
El presidente ruso, Vladímir Putin, acaba de ordenar una bajada del precio de esta bebida alcohólica en un aparente intento de aplacar las iras de la población por el significativo deterioro que está sufriendo la economía del país.
Pero, paradójicamente, no todos se han alegrado. La Liga Antialcohólica de Rusia (RKKA) se ha quejado y exige poco menos que volver a los tiempos de la ley seca

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