“Yo, desde mis nueve años he empezado a hacer chicha, a ayudar a mi mamá. De mi mamá, su mamá era chichera y mis abuelos también”, cuenta doña Isabel. Los vivos ojos claros de esta señora de 62 años brillan serenos al hablar de su oficio, con tono animado. Cuenta de ella y de su trabajo, mientras pone un puñado de canela trozada y otro, más chico, de clavo de olor, en el mati, ese gran cuenco vegetal con mango, de una sola pieza, que le sirve luego para sumergir las especias en el morado líquido que colma el perol de bronce fijado encima del inmenso fogón.
Ella, su esposo y una ayudante circunstancial están elaborando chicha kulli. El ambiente huele a api morado, claro, esa bebida yla chicha de ese color se elaboran con el mismo maíz.
El morado del espejo humeante del perol, de casi un metro y medio de diámetro, contrasta con el azul de los barriles de plástico, que esperanel líquido que está cociendo,con las manzanitas amarillo-rojizas que se amontonan en una canasta plana sobre un poyo de tronco, en el límite entre el jardín vecino y el cobertizo donde está el fogón.
Espectacular jardín el de doña Isabel, generoso y alegre como su dueña: un limonero, más amarillo de limones maduros, que verde de hojasparece conversar con el manzano repleto de frutos y la descomunal planta de romero, cuyas ramas disparan su fresco aroma con cada roce.
CHICHA CON SU MAÍZ
Es la casa de ella y de su esposo, Celedonio Arnez. “Esta casa es mía hace 22 años, antes vivía en la casa de mi hermana, mi mamá vivía en Sivingani. Yo recién, cuando me he casado, he tenido maizales. Hacemos chicha con mi maíz, he cosechado en junio, hemos sembrado blanco,amarillo, chuspillo. Así, según está preparado el terreno, primero hay que hacer regar la pampa luego hacer arar y después otra vuelta arar y después se siembra el maíz.
Kulli se siembra en diciembre y se cosecha en junio, luego de cosechar se hace secar, desgranar y moler. Cuando tenemos tiempo hacemos”, cuenta, ya con cierta nostalgia futura. Porque Isabel Camacho dejará de hacer chicha y ese saber que aprendió de su madre y enseñó a su hermana menor no pasará a ninguna de sus dos hijas.
“Tengo 62 años, este año es el ultimito que hago chicha, mis hijas no quieren. Muy trabajoso es. Dicen ‘mamita termina tus harinitas’. Y a su papá le dicen ‘las harinas a las vaquitas dale, ya no queremos que haga mi mamita’. Esto más digo yo, tengo kullisito, por eso estoy haciendo”, dice sin entusiasmo.
Su esposo cuenta lo que están elaborando “es a pedido, para un matrimonio. Todo el viaje, se lo van a llevar”.
“Un viaje”, explica el caballero, “es una ida al molino con ocho arrobas (de maíz seco), de 40 libras es (cada arroba) no es de 25. De 300 libras se está haciendo esto, van a salir 40 latas de (chicha) kulli, cada lata está a 90, entonces, 3.600 bolivianos es lo que está pagando el matrimonio. Con esto más de 500 personas van a emborracharse”.
“DE LAS MÁS ANTIGUAS”
“Yo vivía con mi tía, y ella me ha enseñado, no sé quién le ha enseñado a mi tía, quizá su mamá. Yo soy de las más antiguas chicheras. Todavía tengo valor para hacer, tengo 73 años, mi esposo está ayudando en el molino”, afirma con aplomo Eufrosina Méndez, de pie, al lado del fogón de su establecimiento, en un ángulo de su amplia casa, en una esquina del centro de Punata.
Dos puertas tiene su casa, cada una sobre una calle distinta. La puerta más estrecha es la entrada a la chichería: una pequeña tienda por la que se accede a un corredor sombreado por las ramas de un parral que “siempre ha estado ahí, desde que era niña”, cuenta la señora.
Ella y sus hijas elaboran su chicha cada semana. “En dos días se hace la chicha y luego fermenta en una semana”, cuenta Carla, una de las hijas de doña Eufrosina. Otra, la menor, atiende en la chichería.
“Este es un trabajo largo y cansador. Más bien yo todavía tengo el valor de estar metida en estas cosas, yo soy la última porque ya no tienen valor para hacer, gracias a Dios estoy llena de salud, a veces tomo la chichita, a veces”, dice sonriendo doña Eufrosina.
PALABRAS MAYORES
Cristina Gonzales tiene 54 años y aprendió a hacer chicha “experimentando hasta que nos salió bien”. Y les salió muy bien, a ella y su esposo, Román, ambos artífices y dueños de Chernobyl: palabra mayor en cuestiones de chicha. Elegante y plena de vitalidad, doña Cristina muestra las vastas instalaciones de su industria, en Quillacollo: galpones bien construidos, un depósito ordenado de maíz y azúcar en saquillos, carteles de señalización yadvertencias de seguridad, superficies pulcras y brillantes... y los peroles, varios e inmensos. En otro ambiente aledaño, los wirkis llenos del líquido amarillo: una fila con upi, la chicha en proceso de elaboración, otra con la chicha en fermentación. Afuera, la plataforma que sirve para cargarlos barriles plásticos en el camión que distribuye la chicha a sus múltiples clientes. “Trabajamos todos los días, menos domingo, estamos siempre aquí vigilando la elaboración”, cuenta doña Cristina.
“Mandamos a La Paz y a Santa Cruz”, cuenta. Ellos exportaban su chicha y piensan volver a hacerlo, “cuando se completen los trámites necesarios”. Comercio a escala, producción industrial, tecnología y gas en lugar de leña, pero el mismo amor por el digno oficio que transforma el maíz en chicha del valle.
¿CHICHEROS?
Estudiosos del tema y las mismas chicheras coinciden en señalar que son muy raros los casos de hombres dedicados a la elaboración y al comercio de chicha.
Pero los esposos de las tres señoras de este reportaje participan de manera activa en todo o en parte del proceso.
“Señora chichera, véndame chichita; señora chichera, véndame chichita; si no tiene chicha, cualquiera cosita; señora chichera…” Esta melodiosa estrofa, nos ha acompañado en momentos de alegría, baile y ensueño. Y es que luego de conocer el proceso de elaboración de tan preciado elixir, podemos afirmar que una chichera de antaño, aquella que todavía sobrevive al tiempo cual árbol erguido, no pueden vender “cualquiera cosita”. La chichera, esta enigmática mujer es todo un personaje, es una de las presencias y de los espíritus que habitan y guardan esta tierra valluna. Observarla en plena elaboración nos recuerda a los antiguos alquimistas que, en sus abarrotados laboratorios, mezclan sustancias, observan la danza del fuego, ensayan justas cantidades y cuidan celosamente el resultado de tan arduo trabajo, su producción. Así es la chichera, esta altiva mujer conoce los secretos de su arte entre cántaros, melodías y una tradición que ha sido transmitida de generación en generación. Su risa nos contagia, su mirada nos refleja el paso del tiempo, pero también su bravura, porque este oficio demanda valor y fortaleza física e interna. La chichera es dinámica y paciente para menear durante seguidas horas su brebaje, que, entre aromas a maíz, chancaca, clavos de olor, canela, y anís nos transportan a remotos parajes donde el tiempo se detiene. La chichera, aparte de ser alquimista, es maga, revolviendo su perol, difuminándose entre el vapor de la cocción, en profundo diálogo de sustancias etéreas, secándose las manos untadas en dulce, las mismas que se frotan los ojos con esmero para observar su obra, hasta que, en el justo momento, con tutuma en mano se nos acerca para decirnos con dulce y potente voz: “servite, está riquita”. Así es la chichera, alquimista y maga, la representación de la ofrenda y la prosperidad de esta digna tierra.