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lunes, 5 de septiembre de 2016

puestos de negocio portátiles; entre ellos las jugueras de quinua y manzana, quienes utilizan sus encantos para conquistar a sus clientes

Mario le da un beso muy cerca de los labios antes de despedirse. La joven, que de ahora en adelante llamaremos Elena, susurra mirando al suelo: "¿Mañana vas a venir no ve?". Él, sin responderle, se aleja lentamente.

Ocurrió al final de la noche, antes de que ella, que trabaja como juguera, deba guardar su carrito.

Elena tiene los ojos grandes y la piel canela. Mide 1.60 de estatura. Viste una chompa de lana, una pollera azul y un mandil, -todo muy “limpiecito”-.

Ella nació en Challapata (Potosí), tiene 18 años, pero llegó a Cochabamba el 2013, porque le dijeron que tendría mejores oportunidades e ingresos económicos, se vino a probar suerte.

Su primer trabajo fue en la plaza de comidas "Las Palmeras", frente a la estación de tren ubicada en la calle Tarata, zona La Cancha; pero, luego su amiga la convenció a ingresar al negocio de venta de jugos y le pasó el puesto.

Se despierta todos los días a las 4:00 de la madrugada, porque debe ir a vender. Su especialidad es el jugo de quinua con sabor a manzana que ella misma prepara, a veces noche antes y otras el mismo día.

A las cinco de la madrugada se dirige a su negocio, pero tiene que apresurarse porque sus compradores seguro la esperarán, incluso algunos llegan antes que ella. Pero como tiene la ventaja de vivir en Cerro Verde, a siete minutos de La Cancha, se toma su tiempo, aunque cuando se le hace tarde se ve obligada a tomar un taxi.

La cantidad de jugo de quinua que usualmente prepara para vender en la mañana es 10 litros, que equivale a cinco jarras de dos litros, cada vaso de jugo cuesta dos bolivianos, similar al pasaje de transporte público.

Su primera parada es un depósito de la calle Brasil casi avenida San Martín, donde guarda su herramienta de trabajo, aquel carrito que adquirió el 2014 de su amiga Martha; quien se casó, -en realidad se concubinó-, y ya tiene dos wawas, un recién nacido y otro de dos años, por lo que no tiene tiempo para vender. Ahora solo se dedica a atenderlos en casa, mientras su marido trabaja en construcción, a quien por cierto conoció en el negocio de refrescos.

El carrito de Elena es de color verde absenta, de un metro de alto y ancho, dos ruedas delanteras que parecen ser de una bicicleta montañera por su grosor. Parecería que esta herramienta de trabajo fue creada para cumplir estas funciones en el rubro, porque de un lado del carro existen dos orificios donde se acomodan dos recipientes de agua que se usan para lavar los vasos y en la parte superior tiene un porta vasos de ocho unidades; por último un letrero incorporado con la frase "Delicioso Jugo de Manzana, refrescante y natural".

El carrito es a prueba de todo terreno, como para movilizarse en este sector de la ciudad.

De las seis vendedoras que se instalan en la esquina de la calle Punata y final avenida San Martín, en el sector de La Cancha, en las mañanas con una separación de casi un metro y medio, dos de ellas son adultas, deben tener aproximadamente 30 a 35 años; dos son jovencitas, quienes portan en sus hombros a sus hijos en aguayos; de estas cuatro curiosamente sus clientes, en su mayoría, son gente adulta; mientras que las solteras atienden únicamente a jóvenes varones y son las primeras en retirarse. "La Martha debería venir a vender aquí en las mañanas, bien le iría", comentó Elena en un tono burlesco, refiriéndose a la persona que le pasó el negocio.

La logística de venta es sencilla. Ellas con sus encantos y su buen trato conquistan a sus consumidores. Algunos quieren tomar solo un vaso, pero ellas insisten y los hacen quedar.

Las jugueras, conocedoras del poder de la palabra dulce, les dicen en quechua “Ujtawan tomay… a” (tomá uno más pues)”, tratando de convencer a sus clientes, quienes suelen quedarse a consumir otro vaso de jugo.

Después de esta jornada matutina, Elsa se dirige nuevamente a su hogar para descansar, reponer fuerzas y volver a preparar más jugo, porque en la noche le espera otro turno de trabajo.

Segundo turno

A las 18:30, empiezan a aparecer los carritos, pero esta vez son 17. Las vendedoras forman en fila, en la calle Tarata hacia las avenidas Pulacayo y Barrientos, -frente a la parada de micros con destino a la zona sur-. Esta vez hay una separación de dos metros de carrito a carrito.

Los jóvenes que allí se dan cita lucen sus mejores ropas, de colores llamativos, -en algunos casos chillones-, con extrañas figuras y peinado extravagantes, quienes después de su jornada laboral, en su mayoría trabajadores de construcción, empiezan a aglomerarse en esquinas, al parecer para planificar cuál manjar o a quién quieren cortejar.

Ellas están maquilladas, algunas portan aretes, manillas, collares llamativos, como una extravagancia.

Carmen exhibe una adorno particular en la mejilla, parece una especie de lágrima, similar a las joyas que lucen las mujeres hindúes, aquellas fantasías que se pegan en su frente, según ella comenta, esto le hace sentir más bella.

Al promediar las 19:00 horas los diferentes carritos empiezan a llenarse de clientes, excepto de dos, tal vez porque tienen un bebé envuelto en aguayo a sus espaldas. Cada joven se queda más de media hora en el puesto, bebiendo su jugo lentamente y si lo termina, pide uno más. El ambiente se convierte en una reunión de amigos, que pretenden algo con las vendedoras.

“Ya pues Casimira, tanto te haces rogar, dame tu número pues”, se oye en una de las conversaciones.

Elena se instala sobre la Av. Barrientos y Pulacayo, a eso de las 20:30 ya termina dos jarras de jugo y va por la tercera. Edson es su cliente fiel desde hace más de un año, le trajo un regalo, era un par de aretes. Según la juguera esta no sería la primera vez que le hace este tipo de detalles y por eso al momento de cancelar el producto, le agarró de la mano y no lo soltó durante un par de minutos “mañana salí más temprano pues”, dijo Edson y se retiró. Esa conexión fue notoria por parte de ambos.

En cada uno de estos puestos nunca faltan los clientes, entre tres a cinco, algunas veces más y todos varones. Mientras más amable seas más clientes vienen, menciona Elena.

Mario, aquel que casi besó los labios de Elena, es moreno de aproximadamente 1.70 de altura, vestía un pantalón negro y una camisa manga corta de color rojo con figuras llamativas; él antes enamoraba con Sencida, otra de las jovencitas de los jugos, a consecuencia de esa relación, a la vendedora no le iba bien con sus jugos, le costaba terminar su producto y al parecer ese fue el motivo para terminar su relación.

Ahora Mario, nuevamente soltero, pretende algo con Elena, pero ella está consciente de que tiene que cuidarse, para no correr con la misma suerte que su amiga. "Claro que me gusta él, pero aún no quiero nada", mencionó Elena.

Una vez terminadas las cinco jarras, nuevamente se dirige al depósito para que así mañana pueda continuar con la misma rutina. Esta vez se fue a las 21:15, aunque otras ocasiones suele retirarse más temprano.

Una mirada antropológica

Según el antropólogo y docente de la Universidad Mayor de San Simón, José Rocha, señala que los jóvenes buscan espacios y tiempos para encontrar pareja, dependiendo al movimiento y los principios de las sociedades.

En el mundo andino, dichos espacios de enamoramiento normalmente son en el trabajo, "por ejemplo cuando van a pastear animales y se aprovecha estos momentos para enamorar por más corto que sea".

En áreas rurales los varones suelen decomisar el sombrero de la mujer que le gusta y/o le atrae, y si el sentimiento es correspondido, ella debe ir a reclamar su prenda al siguiente año. Este acto simbólico es la aceptación para formalizar su relación.

Conclusión

Sea cual sea la razón de estos espacios de trabajo, que traen consigo muchas prácticas culturales, y según muchos transeúntes los jugos son realmente deliciosos “dan ganas de pedir uno y otro y otro”.

¿Será por el sabor? o ¿la amabilidad? o tal vez ¿los encantos de las muchas jugueras que existen en el sector de La Cancha?, nadie sabe con exactitud, pero lo cierto es que a esa hora y en ese lugar, se genera un movimiento especial, donde casi se puede asegurar que se respira amor.


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